Hace cuarenta años un hombre se suicidó en un auto robado en una granja al final de la calle. Tal y como la mecha encendida de un fuego artificial, su muerte encendió la realidad y resonó de formas inimaginables. La oscuridad fue liberada, algo perturbador y completamente incomprensible para un niño pequeño. Y Lettie - mágica, segura, sabia más allá de sus pocos años - prometió que lo protegería, sin importar lo que sucediera.
Este es el último libro de Neil Gaiman, recién sacado del horno; libro que él mismo admite que es de lo más personal que ha escrito. Las críticas no dejan de llover - todas positivas, en su gran mayoría -, así que intentaré dar cuenta, en pocas palabras, de lo mágico que fue leer esta breve y perturbadora novela.
El océano al final del camino es el recuerdo de una historia olvidada, la narración de un fragmento de la infancia que, sin embargo, se transforma en toda una infancia, en toda una vida. A través del relato de los extraños - extrañísimos - sucesos que le ocurren al pequeño protagonista de siete años (cuyo nombre nunca es mencionado; sólo aparece un apodo, dentro de las circunstancias más infelices de todo el libro), Neil Gaiman se lanza a la aventura de narrar lo imposible: la oscuridad, la magia, la enormidad del universo, el poder de las historias, el milagro de la infancia, los recuerdos y los vínculos.
Neil obra maravillas con la perspectiva infantil. Los sucesos sobrenaturales cobran otra dimensión - más épica, más real - vistos desde el punto de vista del protagonista, pero también los propios hechos de la vida cotidiana se transforman y distorsionan hasta despojarse de las apariencias y quedar expuestos en carne viva. Escenas familiares ordinarias, diálogos comunes, personajes humanos son vistos a través de otra lente que quita los filtros, las máscaras, y revela la verdadera naturaleza de la realidad.
El elemento fantástico toma proporciones inusitadas en esta novela. Ya no son seres extraños, un elemento disonante, un choque entre dos realidades: Gaiman arranca y despedaza el entramado de la realidad misma para revelar un universo vasto, vertiginoso y ominoso. La sensación de pequeñez que invade de a poco al protagonista no puede menos que contagiarse al lector, que cada vez se siente más y más como una hormiga, una mera partícula girando en un universo tan imposible como posible. Esta vez el mundo real es el que no se ve, y todo aquello
que conocen los hombres y las mujeres no es más que una mera pintura de una aparente realidad.
Esto lleva inevitablemente a uno de los logros más magníficos de Gaiman en este libro: las escenas perturbadoras. Toda la historia está atravesada por pequeñas escenas, pequeños diálogos completamente extrañados que, para el niño protagonista no son más que parte de la realidad, de lo común, de lo que puede pasar, y que, por lo tanto, se transforman en el punto cúlmine de la angustia del lector. Más de una vez me encontré entrecerrando los ojos ante descripciones, líneas de diálogo o narraciones de hechos completamente normales que encerraban una oscuridad terrible. Gaiman ejecuta estos momentos de la historia con una sutileza y una habilidad dignas del mejor escultor.
El océano al final del camino es entonces una nueva apuesta de Neil Gaiman mucho más osada y divergente (es una historia breve, de sucesos inverosímiles, que tan sólo es un recuerdo) que, sin embargo, alcanza a mover y resquebrajar los cimientos de las nociones más arraigadas de la vida: qué es conocer el mundo, qué es ser un niño y percibir las cosas como un niño, qué es lo otro, cómo se hace para enfrentar los miedos, y cómo es descubrir que la realidad es otra y que ni los propios padres pueden percibirla, entre otras. Es una novela que me dejó temblando y con el profundo anhelo de saber más - más del mundo, más de los Hempstocks, más.
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