Una pequeña reseña, casi una estela de palabras, en medio del silencio de estos meses. Y el libro que lo consiguió fue Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. Es una novela breve, pequeña, con una fuerza inesperada.
La trama, tal vez, puede intuirse, hasta incluso, en algún momento, preverse. Pero Shirley Jackson hace un trabajo magistral con su narradora, Mary Katherine "Merricat" Blackwood. Inocente y terriblemente perversa al mismo tiempo, Mary es capaz de pensar a la vez en cuánto le gustaría vivir en la luna y en cuánto desearía que la gente del pueblo se ahogara con sus propias lenguas y muriera. Y es a través de ella que al lector le llega la historia de los Blackwood, la familia condenada al aislamiento.
El registro se mantiene en un límite perfecto, que logra atrapar al lector y convencerlo de confiar en Mary Katherine, pero sin perder nunca de vista el borde filoso del personaje.
Otro gran logro de la autora es el manejo de las relaciones de poder entre los personajes. Al comienzo de la novela, la construcción de los vínculos entre los Blackwood se presenta de un modo sólido, establecido y determinado y, con mucha sutileza y sin perder la verosimilitud, Shirley Jackson los hace mutar e invertirse. El cambio es muy suave y la transformación final se vuelve como la revelación de un tejido que siempre había estado presente en la historia y que los lectores no habíamos podido ver realmente sino hasta ese momento.
Una familia rota, el odio de un pueblo, una mansión gótica y llena de tazas de té y una narradora dulce y preciosa como un espejo quebrado. Siempre hemos vivido en el castillo es una historia en la que da placer ser el lector.